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28 feb 2013


¿Por qué poesía y no otro género?
Empecé a escribir cuentos a los seis años, y por bastante tiempo soñé con ser prosista. Pero a los quince un profesor de la secundaria trajo a la clase “Oficina y denuncia”, un poema de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, que me deslumbró por completo, y me hizo descubrir que había algo en la poesía radicalmente diferente de la narrativa, y de una intensidad que hasta el momento no conocía. Esa intensidad, el subidón que produce un buen poema, es algo casi químico, y tiene el efecto de una droga. A veces tengo la sensación de que sigo siendo ese prosista fracasado, cautivo de esta larga adicción que me consume.

¿La poesía debe expresarse con un lenguaje común a todos o con uno completamente
distinto?
Ambas cosas a la vez. La idea no es mía, pero la suscribo: la poesía crea una lengua nueva dentro del lenguaje común; lo poético surge del choque de esos dos códigos que conviven.

¿Crees que la poesía influye al lector? ¿Y cómo mides esto?
¿Lo influye en qué sentido? Supongo que es capaz de hacer sentir, pensar o ver cosas, como a mí me ocurre cuando leo buena poesía. Pero no tengo ningún control sobre ello, y en particular no creo que mis textos sean particularmente estimulantes para los lectores.

¿Qué piensas de la poesía de tu generación, cuáles serían sus rasgos más detectables? ¿Te sientes identificado con ella?
Mi generación, en tanto idea de la crítica, aún está en construcción, y me temo que no tiene el carácter orgánico ni la prensa que tuvo la anterior. De todos modos, creo que hay un rasgo común entre esa generación antecesora (la de los noventa) y la actual: el desinterés (que a veces se convierte en rechazo) por la retórica entendida como un repertorio de figuras estilísticas y por las técnicas prosódicas clásicas, además de cierto cinismo imperante que choca flagrantemente con la idea de la poesía, que es una forma de la creencia: pareciera que, de manera implícita o explícita, intentar hacer versos, que de un modo u otro es apuntarle a la trascendencia -aunque sea con balas de salva-, es algo vergonzoso por lo que hay que excusarse. Y tal vez haya que hacerlo: yo, de cualquier manera, no me identifico con eso.

¿Hacia que horizonte lírico se dirige tu poesía?
Es una buena pregunta. Ojalá se dirija hacia algún lado: me interesa hacer libros que sean radicalmente diferentes el uno del otro, evitar quedarme estancado. La poesía no es una batalla contra la tradición o contra los otros, sino contra uno mismo. De todos modos, creo que el horizonte hacia el que me dirijo es bastante claro (aunque no diáfano): el olvido, la desaparición sin aspavientos.

¿Qué libros vuelves a leer?
Más que en libros o autores pienso en poemas. La “Noche oscura” de San Juan de la Cruz, “A Roma sepultada en sus ruinas” de Quevedo, algunos poemas de “Trilce” de César Vallejo, “Las ruinas”, “Lázaro”, “Birds in the Night” y varios más de Cernuda, algunos de Montale, “Ephemera”, “The Old Men Admiring Themselves in the Water”, “An Irish Airman Foresees His Death” y varios más de W. B. Yeats, así como muchos otros de autores estadounidenses y británicos… Mi antología mental es bastante copiosa.

¿Cuál es el papel del poeta ante la escritura, y más allá, ante la sociedad y su realidad histórica?
La pregunta ofrece una oportunidad para hacer una efusión de inteligencia. Lamentablemente, no estoy a la altura.

¿Crees que la poesía debe estar atravesada por tu propia experiencia de vida, o no?
No creo que sea una obligación. Hay poetas que hacen de su experiencia vital el tema de su poesía; otros buscan otros materiales. No son los materiales, sino la manera de tratarlos, lo que hace a la poesía. De todos modos, la experiencia de la escritura, que coincide con el hecho de la misma, es también una experiencia, de modo que, tácita o abiertamente, siempre hay una relación entre poesía y experiencia. Incluso en la poesía flarf, que trabaja con contenidos aleatorios obtenidos por medio de búsquedas de Google, porque en la edición que hace el autor se trasunta una forma de experimentar. La experiencia es siempre una construcción, no existe la experiencia inmediata, por más que les pese a los epígonos de ese proyecto estético que comenzó con los románticos alemanes, hizo cumbre en las vanguardias y que ahora sigue entre nosotros, latente como un virus de discreta sintomatología.

¿Qué elemento, según tú, hace que un poema sea más duradero y valioso que otros?
Supongo que la capacidad de comunicar, de manera oblicua pero patente, una experiencia compartida por seres humanos a lo largo del tiempo. Y me refiero a esa oblicuidad porque la poesía no dura si su forma se agota en su mensaje: es necesaria, me parece, cierta dosis de misterio y de extrañeza.

¿Por qué se consume poca poesía?
Eso no es del todo exacto: por el contrario, creo que nunca se consumió tanta. Pero la poesía que parece gozar de los favores del gran público es la que viene acompañada de música. Los poetas deberían preguntarse por qué Justin Bieber logra hablarle a tanta gente. Tal vez, aunque ciertamente la lírica bieberiana no resiste a la ablación ni de su música ni de su poderoso aparato mercadotécnico, habría algo que aprender de ese examen de conciencia.

¿Qué es lo más frustrante de escribir Poesía? ¿Y qué es lo más gratificante?
Lo más frustrante: saber que uno no tiene talento, que no da la talla. Lo más gratificante: seguir participando, que no haya que pagar ni rendirle cuentas a nadie por hacerlo.

¿Se escribe con la cabeza, con la sensibilidad, con la inteligencia o con la intuición?
Con todo lo que se pueda. Es tan difícil –y tan improbable el éxito- que es mejor no escatimar recursos.

¿Qué opinas de los premios literarios?
Que son parte del mundo institucional de la poesía, y que no siempre coinciden con la poesía entendida como conjunto de poemas relevantes.

¿Qué no es Poesía para ti?
Yo mismo, cuando cada mañana veo en el espejo mi cara de confusión y desconcierto.

¿Qué libro de poemas lees actualmente?
Estoy leyendo, en sucesión, los libros de Robert Hass, un poeta californiano. Ahora estoy terminando su tercer libro, Human Wishes.



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2 poemas de su autoría:


DOXA

Me quedé y me olvidé de que tenía que haberme quedado,
trabajando, quizás. Y abrí los ojos, grande,
hice una carpa con los codos y el encuentro de las manos.
Puse la cara encima. Esa película abrasiva,
el halo capilar que empieza a titilarme entre las palmas, eso
no puede ser mi gloria. No me glorío en nada
que avise cuando va a manifestarse;
o nunca me glorié, o nunca supe en qué gloriarme,
y cómo. Y estos ojos,
la piel de la nariz, el caracol de los oídos,
el breve vaso de agua de la conciencia, eso,
sólo lo puedo ver cuando me miro en el espejo,
o lo ven los demás sin que yo mire,
o me miro en los otros. Y está bien que así sea,
supongo. ¿Adónde está mi roca,
me pregunto, mi fuerza, mi peñasco, entonces?
Tiene que haber alguna cosa en mí que brille más
allá de mí, o vaya a hacerlo alguna vez, o lo haya hecho,
quizás sin darme cuenta yo. Y se me ocurre algo:
cuando era un embrión, cuando me hicieron,
la bola de epitelio que intentaba, ajena a mí,
actuar la simple forma que era yo, miraba toda para afuera,
un tubo dado vuelta, dado vuelta de nuevo,
con el estómago y el hígado indistintos, y los oídos y la boca:
la misma superficie, un guante solo,
única esponja-flor posada sobre el mismo, único, eje,
fisonomía pura en el abigarrado aire del vientre de mamá.
Debía haber un brillo ahí que se perdió cuando la cara ya formada
se tragó todo el resto, cuando por un pudor que no me dieron a elegir
–¿acaso el artificio le reclama al artífice: “¿por qué me hiciste así?”?–
un resto de esa gracia se ocultó en las sucesivas dimensiones desplegadas,
aquel aumento sordo de espesor y de entidad
que me permitiría ver el mundo como un mundo, luego.
Y ahora estoy pensando en esa parte que quedó indigesta,
y hay algo que me arrastra, una corriente subcutánea o algo
menos solemne acaso, al nombre que me dieron
para darme la fuerza. Taparon con un nombre
irreprochablemente israelita una mitad de mí.
¿Qué era lo que querían, que supiera
que si quería ser más parecido a lo que fuera a ser,
iba a tener que ser distinto de eso?
Mi gracia: un trabalenguas perfectamente hebreo.
¿Acaso se trataba de algo así como un Scrabble de la identidad,
pensaban que a su hijo le darían más puntos en la vida
por tantas zetas y esa cu y la doble ve?
Si había alguna cosa en mí que no era idéntica a sí misma,
¿no era mejor, acaso, hacer visibles las costuras?
Si a fin de cuentas la matriz que me engendró
jamás escuchó hablar, de chica, sobre el ghetto,
ni tuvo que saber qué cosa es el exilio en carne propia
hasta que, bueno, se exilió papá.
Si además, fueron ellos los que me criaron,
los de la parte árabe, del Líbano,
católica, o católica a su modo, que borraron de mi nombre.
Ellos también tenían a su hijo en el exilio:
acaso también él estableció su alianza en el desierto,
y lo llevaron como a Elías. Pero pagó la sangre,
porque era de otro pueblo. Y el sarcoma
le recubrió la espalda como un mapa.
¿Querían que yo fuera su Eliseo, que tomara
las dos terceras partes de su gracia?
Hasta les daba, a veces, por llamarme con su mismo apodo.
Fue demasiado para mí, un árabe imposible;
para un judío errado, un circunciso fraudulento,
que consagró su alianza en el quirófano
con el celoso dios de la fimosis
(me acuerdo lo que era, una campana henchida,
un girasol de agua si orinaba).
Fue demasiado para mí. Pensé que era mejor hacer
como con una herida que quisiera suturarse desde adentro
para dejar la cicatriz cubierta y proteger mejor
la piel. Se me rompió de todos modos. Engordé y se me rajó,
como una copa de cristal muy burdo. Se llenó de estrías,
una retícula delgada, discontinua, sobre el plano vertical
de las axilas a las nalgas, mezcla del diseño
de un árbol genealógico desnudo de su fronda
y el mapa del genoma. ¿A qué o a quién
había que culpar, a la genética, a la frágil epidermis de mamá,
o a aquella fuerza primigenia desatada,
esa dispepsia primordial que haría de la indigestión
la principal de mis pasiones? La respuesta
pugnaba por caer en saco ciego, disfrazada de un confiado
escepticismo sin objeto que, después,
demostraría ser una nesciencia temerosa, replegada
sobre su propia falta: ¿la eludía o solamente
la estaba difiriendo? No sabía que sabía. Y elegí aferrarme
a la intuición, un poco frívola y pueril,
de que mi centro geográfico, mi casa, no podían ser
el fuelle alveolar y el abanico delicado del espíritu.
Y ahora, que me quedo y que me olvido, que clavé
mi tienda con los codos y los brazos, y la cara sumergida
entre las palmas, como un cántaro que cae dado vuelta
y que se quiebra, sin saberlo, al lado de la fuente,
estoy cayendo en una edad en la que necesito
un sustituto digno para el alma:
para ponerme en marcha, y recordar
y recordarme. Un sucedáneo digno de un prosélito
forzoso. Y el asiento de mi amor,
la sede de mi juicio, debe ser, por ende,
ese baluarte hepático, la gloria polvorienta
de mis antepasados, los que no volvieron:
el saco ponderal, la piedra hueca,
la copa sucia en la que se mezclaron.



(De Doxa, Vox, 2011)

Lo que el amor les hace a los poetas

no es trágico: es atroz. Les sobreviene
una luctuosa ruina a los poetas que el amor captura,
sin importar su orientación o identidad
poética. El amor lleva al total desastre
de la uniformidad a los poetas gay,
a los poetas pansexuales y bisiestos,
y a las poetas y poetrices feministas, fementidas o veraces;
a los obsesionados con el género
y a los degenerados por igual, y a los perversos polimorfos:
y hasta los fetichistas de los pies
del verso capitulan a las plantas del amor,
que no distingue ideología,
programa ni poética. A los vates de la torre de marfil
los precipita del penthouse ebúrneo
directo a planta baja. A los apóstoles
del Zeitgeist, que proclaman sin empacho que la lírica está muerta,
les permite insistir en el error
y en sus prolijas parrafadas. Les produce una hemorragia palatal
a los que comban parcos aforismos diagonales,
a los herméticos de lata, a los que envasan
sus versos al vacío, a los falsarios del silencio,
y a los que fraguan haikus castellanos
al itálico modo. A los puristas de la voz les corta en seco
su dulce lamentar, y a los maniáticos del ritmo
les quiebra las falanges, y estropea
el íntimo metrónomo que llevan junto al corazón
para marcar el paso de sus versos. Les compone el sensorio
a los videntes y malditos y demás
rebeldes e insurrectos sin razón ni causa
poética, y les cura el desarreglo razonado
de todos los sentidos. Desaloja de su noche oscura
a los que piden luz para el poema
en las cavernas del sentido, y los devuelve sin escalas
a la trasnoche de la carne literal. Lo que el amor
les hace a los poetas, con paciencia y mansedumbre,
mientras las mariposas lentamente les ulceran el estómago
y el páncreas poco a poco deja de funcionar,
es harto inconveniente. A los que buscan con ahínco
y precisión de cirujano la palabra justa les arruina
el pulso, y en lugar de dar la vida, la aniquilan en su afán.
Y a los que con ardor y devoción persiguen
un absoluto en el poema, como un grial
todo de luz, tirante, diáfana y febril,
les nubla las certezas, y el deseo mismo
de saciar su ansiedad. Lo que el amor
les hace a los poetas, inadvertidamente,
mientras cosen y cantan y se atoran de perdices, es agudo, terminal
y fulminante. Es un torrente arrollador
de prosa, que espolea y multiplica, en progresión exponencial,
a los zopencos y palurdos de la poesía:
a los que cortan sin razón sus versos diminutos;
a los jinetes compulsivos;
a los diseñadores tipográficos del verso;
a los que quiebran la sintaxis sin saber
torcerla; a los que escarban en el éter a la busca de inauditos neologismos inaudibles;
a los modernos sin pretexto; a los que creen descubrir
la pólvora en sus versos balbucientes;
a los contestatarios automáticos y a los porno-poetas;
a los que sueltan grandes nombres por la densa
fronda de sus poemas, como Hansel y Gretel arrojaban
migas; a los que impostan en su voz
vacante los mohines de una infancia lobotomizada;
a los poetas bellos y felices, caprichosos;
a las tribus urbanas y los groupies de la poesía pubescente;
a los poetas pop y los rockstars del verso; a los videopoetas y performers;
a los ovni-poetas, voladores o rastreros, identificados;
a los objetivistas sin objeto
ni vista; a los que exigen que el poema
se vista de mendigo; a los filósofos poetas;
y a los cultores convencidos
de la “prosa poética”. El amor,
que mueve el sol y a los demás poetas,
los lleva hasta el postrero paroxismo: los convierte
en tierra, en humo, en sombra, en polvo, etcétera:
en polvo enamorado.
Y si resulta todavía que entre ellos
se aman amorosos los poetas pares,
felices en su amor solar sin escansión,
como si fueran en verdad el uno para el otro
un agujero negro de opiniones nebulosas,
tácitas palmaditas en la espalda y comentarios al pasar,
enanos, enfriándose, se absorben entre sí
y desaparecen. 



(De La lírica está muerta, Vox, 2011)


Ezequiel Zaidenwerg

Buenos Aires -1981. Ha publicado Doxa (Vox, 2007) y La lírica está muerta (Vox, 2011). Desde 2005, administra el blog: http://zaidenwerg.blogpost.com, dedicado a la traducción de poesía. Ha sido incluido de 4M3R1C4 (Novísima Poesía latinoamericana)