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28 feb 2013


Tres poemas inéditos de Reina María Rodríguez donde se teje la cotidianidad a través de un piano que es agua, piel y espectáculo de una biografía que va solitariamente hablando su encuentro con el tiempo y con lo que se pierde entre página y página. El paisaje expuesto a su fragilidad donde la poesía hace uso de una realidad emotiva que alcanza en el lenguaje un horizonte repleto de sonido puro.






Morir dos veces

En alguna parte de la vecindad, alguien tocaba el piano…

Hoy ha muerto un piano.
El piano. Mi piano.
Le cayeron a golpes.
Lo asesinaron
porque tenía comején.
Su corazón estaba pudriéndose
como el mío, exactamente igual.
Sus cuerdas estallaron, abajo.
Sin sonidos, sin pasión.
Y no pude ver al bajar,
en qué funda envolvieron los restos,
su teclado amarillo, el alma.

Me fui al mar
culpable por no haberlo defendido
en su agonía.
Culpable por dejarlo morir dos veces.
La primera, cuando dejé de tocarlo hace años.

Así murieron dos veces mi padre y mi hermano
que compartían conmigo la butaca de caoba tallada
cuando tocábamos a cuatro manos, “Para Elisa”
y el gato Musso se acostaba encima,
en la tardecita
para vernos tocar desde esa perspectiva.

Siento el vestido congelándose en la espalda
ahuecada
ante el vacío del espacio dejado.
Siento el olor de la madera
subir desde el basurero donde lo echaron
a reclamarme
otro fin.
Fascismo de estos jóvenes que no saben
amar el lenguaje.
No saben que el búcaro era de bacarat por su sonido
cuando se balanceaba sobre él con flores
que no eran plásticas.

La pared ahora solo puede ser una pared sin música
con una huella indiferente al centro
(otra mancha)
donde pondrán una tabla con flores para sustituirlo.
El cementerio del piano, su tumba.
Siempre tendrá desniveles, aunque pretendan emparejarla.
Ni siquiera habrá un gato rondando por allí su cabeza
amarilla.



Resaca

“…La naturaleza suena en el aire, pero resuena en el alma.”

Cuando el Malecón empieza a desbordarse
caen en la acera tablas del piano,
flores pintadas a mano salen a flote
no como decoración, sino como dolor.
El tiempo retorna, se revierte
y necesito de esa reversibilidad para existir.
El ruido de sus olas no me ha dejado tranquila,
entre compases de los que no me arrepentiré
incluso, arrepentida de no hallar una octava
en proporción para mi mano

que alcance su horizonte.

El temblor de una cuerda,
la vibración de una columna de aire
sin obstrucción
por la que apostaría:
porque un retorno siempre es insertarse
entre las nuevas olas
-tonos altos, tonos bajos, semi tonos-,
una progresión que protege un estilo
para defendernos de la indefensión;
un estribillo que no nos quita el miedo
a la tempestad, pero nos calma.

El golpe del mar feroz este día
y luego, su solapada tranquilidad
que no se confunde con otros sonidos
ni se queja, pero mata.
¡Me habré ahogado en él tantas veces
repetitivas y diversas
que aprendí con precaución a flotar con un estribillo
entre los dientes!
a convencerme sola de mi imposibilidad
(mi confianza absoluta)
al mirarlo enfurecerse
y tranquilizar
su raya gris
contra la quilla
sobre el puente móvil desprendido
de un instrumento que suena
por todo el tiempo que perdió
entre dos aguas.



Solitarios en el marabuzal

“Quien se acercaba al Castillo era como un viajero
de los tiempos antiguos, solitario en la nieve”.
Roberto Calasso
Una pequeña hormiga en mi página
(sabe que si cierro la libreta morirá
o no sabe nada y se apura porque sí.)
Corremos nosotros del temporal, de la lava,
antes que la lluvia que es candela o agua
arrecie.
Llegamos a la colina
(la página de la hormiga)
es una zona militar, nos dicen,
como es casi todo aquí.
Osvaldo me arrastra casi para llegar
hasta el Cristo encima de la bahía.
Marabuzal sobre luces de barcos anclados
hace milenios allí.
Herrumbre romántica que nos solapa
de las inclemencias de haber nacido en una isla.
La hormiga sigue haciendo zigzag
escabulléndose con vértigo de la tapa dura y negra
que la aplastará
(un trueno)
ilumina un camino
para avanzar después:
parece libertad.
Sigo el trillo con él, siempre subiendo.
Su mano ancha, gigante, se suelta de la mía
que resbala
y me pierdo entre una página y otra sin llegar,
sin ver más
el agua o aquel fuego
de una antorcha a lo lejos.



Poeta cubana nacida en La Habana en 1952. Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de La Habana, es sin lugar a dudas una de las figuras más importantes de la poesía cubana actual.Trabajó como redactora de programas radiales y dirigió la sección de Literatura de la Asociación Hermanos Saíz. Ha publicado en revistas de América y Europa, y su obra ha sido traducida a varias lenguas. Ha sido galardonada con el premio de poesía "Julián del Casal" de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en los años 1980 y 1993, con el premio "Revista Plural" de México en 1992, y con el premio "Casa de las Américas" en 1984 y 1998. Además, en 1999, recibió la "Orden de Artes y Letras de Francia". Su obra publicada la integran: Cuando una mujer no duerme en 1980, Para un cordero blanco en 1984, En la arena de Padua en 1991, Páramos en 1993, Travelling en 1995, La foto del invernadero en 1998, y Te daré de comer como a los pájaros… en el año 2000, entre otros.